lunes, 4 de abril de 2016

MIS ROMERÍAS EN AQUEL MONTE

Santa Cruz tache no alto, Ribadeo no baixiño... Fueron varias las veces en que subí al monte de romería y bajé cantando eso. Allí le llamamos la Gira o la Xira. Monte, en mi infancia de pinos y eucaliptos en ligera pendiente. Entonces de hierba y mucho matorral. Pero con paisajes limpios y despejados rodeando a la ermita. La que lo corona y le da nombre y sabor. Al lado, la vecindad de una primitiva cruz visible desde abajo. Años más tarde, otras plantaciones y monte más despejado. Caminos que penetraban al interior, hacia sus entrañas, cuesta arriba. Paseo sano batido por la brisa y los vientos del nordés. Y de todos los vientos. A Santa Cruz me llevaron, recién llegado a esas tierras a lomos de caballo. Aventura infantil inolvidable. Después, algunos años de alegres comidas familiares el día de la fiesta. Empanada, pulpo y tarta de almendra al estilo ribadense. Con aquellos diseños de una serpiente adornada, enrollada en el envase. Gaitas mañaneras de alegres despertares. Recuerdo siempre las notas felices de Ponteareas.

Más tarde, en esa independencia que se anhelaba desde los quince años y se lograba poco después, subí algunos veces con mi pandilla de amigos. Era una prolongación de aquellos veranos de estudiante, despreocupados, plenos de vitalidad y diversión. Con pocas vituallas para comer y algunas botas  de vino tinto. Y a veces, una guitarra y la buena voz de Maximino que contagiaba al grupo. Y las bromas, las risas y las chanzas sin fin.Tras el xantar, caían algunos en la modorra vespertina, más a causa del tintorro que de la exigua comida de un grupo de chavales. Con frecuencia, encontrábamos arriba amigas o conocidas y nuestro grupo se partía entre los que dormían apoyados en un pino y los que le daban a la muiñeira. Alrededor, familias y grupos de amigos en alegre camaradería que llevaba a compartir, en ocasiones, postres y bebidas. Y hasta el café. Sentados sobre la hierba fresca o deambulando por entre la arboleda y los cuatro puestos de bares o de tiro a las cintas y palillos. Un poco más abajo, la ermita abierta ese día para visitarla. Y los clásicos concursos y bailes del folklore gallego. Omito los años de lluvias por sorpresa y huida en desbandada.

Monte de Santa Cruz en 1966

Suelo subir, con frecuencia, a ese monte. Forma parte de mis raíces desde aquella primera subida a caballo. Y vienen mil recuerdos de las Xiras de Santa Cruz. Y de muchas excursiones posteriores con mis hijos. A explorar el monte. Y eran felices con las  historias que allí les contaba y que vivían ansiosamente. Como las que mi padre me narraba a mí, de pequeño, en aquella casita de Melilla, a más de mil kilómetros de distancia, de un monte boscoso que yo no había conocido todavía y que imaginaba era la selva. No miento si digo que adoro el monte y la ermita de Santa Cruz. Incluida la más moderna cruz de luz que allí se construyó, a la que mi hija trepaba, hasta arriba antes de que me diese cuenta. Con una imagen de la Virgen en su base a la que suelo rezar algo y saludar en mi camino.

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