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viernes, 4 de agosto de 2017

RECORDANDO (5): EL GARAGE PARGA.

Estaba al inicio de San Roque, frente a la Virgen del Camino. Era importante en su tiempo. Época de pocos coches particulares y carreteras dominadas por autobuses y camionetas. Mi amigo Félix y yo pasábamos a diario por delante, camino de ida y vuelta del colegio. Generalmente, sobre la acera y frente a la entrada al garaje, reposaba algún camión con las ruedas en alto o con el capot del motor levantado, mientras revisaban sus averías. Tiempos... de arrancar con manivela, dale que te pego. Pero, otras veces, nos topábamos allí con algún modelo de coche que hacía detener nuestro paso y quedarnos mirando, plenos de curiosidad. Estábamos largo rato observando el vehículo una y otra vez. Por delante, por detrás y en su interior. Recuerdo cuando vimos allí por primera vez un Citroën de aquellos llamados "Patos", o cuando contemplamos un "escarabajo". Pero la palma se la llevó un día en el que, desde lejos vimos allí un coche rojo. Destacaba sobre la acera por su tamaño y su color. Era un Mercedes que anunciaba un sorteo, posiblemente del propio coche. Tenía sus puertas abiertas y, dentro, una chillona tapicería roja y la puerta de un bar abierta. En éste, varias botellas de licores y bebidas.

Espectacular, sin duda. Todo lujo, con maderas de buen porte. No podíamos creer lo que veíamos y no nos apartábamos de allí. Una y otra vez, rodeados de un buen grupo de hombres y chiquillos, lo revisábamos todo con la vista. Era la envidia de todos semejante "cochazo". Ahora, al paso de los años, me sonrío por lo que hoy sería bastante hortera, por su monótono colorido, todo apariencia y exhibición. El garaje Parga excitó durante aquellos años colegiales nuestra imaginación. Hasta el punto de preguntarnos, con inocencia y frecuencia, "¿y tú de mayor que coche vas a tener? Y nos respondíamos uno al otro, entre sueños e ilusiones de chavales.
RECORDANDO (4): UN BUEN PUÑADO DE RIBADENSES

Hoy quiero recordar a un grupo de compañeros de colegio y algunos amigos que ya no están con nosotros. Nombro a algunos, a los más próximos a mí. José Jesús Rico Ocampo, al que llamábamos Obe por ser hijo del maestro allí residente. Un buen tipo, listo y divertido en sus cosas. Luis Penzol, bueno y amable como pocos y, posiblemente, el amigo con el que intercambié más confidencias. Antonio Sotelo, que consumió casi toda su vida ...como marino. Jesús López Díaz, uno de los dos hermanos “Remourelle”. Luis de Mira, compañero de travesías a Figueras y algunos paseos por La Coruña. Su hermano, Marcial de Mira. Carlos Nistal, recientemente fallecido, copartícipe de anécdotas y vivencias en los sesenta. Alfredo Deaño Gamallo, amigo inquieto y divertido, a la vez que buen curriculum en Filosofía. Amadeo Arango, colega de profesión y también en esto de escribir libros sobre Ribadeo. José Lamas, otro más del grupo de amigos de mis años de juventud. Paco Abad siempre ocurrente. Y otros que no nombro para no alargarme. Y curiosamente, ellas, las compañeras, están todas ahí, entre nosotros.

Y no me puedo olvidar de algunos de los profesores de La Academia, los más próximos a mí. Juan Suárez Acevedo, mi primer director. Salvador Díaz Echevarría, mi tío, profesor y director. Cándido García Riesgo, último director y buen amigo de todos nosotros. Nos dio mucho en poco tiempo. José Benito Santana, mi excelente profesor de matemáticas y posiblemente con el que tuve mayor identificación. Ramón Soto, todo humor y buen hacer. Nos dejó un recuerdo inolvidable. Amando Suárez Couto, amable, sencillo y excelente pintor y dibujante. Nito Sarmiento, mi profe particular de inglés con una curiosa vida anterior en La Habana. No olvido sus clases en el Cantón Bar, junto a un café. Y Mary Paz Otero Aenlle, Paco Lamas y sobre todo, Ramón el Bedel. ¿Qué contar de este sencillo y trabajador bedel de La Academia? Necesitaría varios post como éste para narrar anécdotas y vivencias suyas.

El próximo 11 de agosto, nos reuniremos en la comida anual los antiguos compañeros (“chicos y chicas”) de curso. Y antes, en la iglesia de la Virgen de Villaselán, rezaremos una oración por todos esos que compartieron pupitre con nosotros y ya se fueron, poco a poco, de esta vida. Descansen en paz. Mi agradecimiento a todos ellos por su tiempo de cercanía y compañía.


RECORDANDO (3): LA RONDALLA EN LAS CUATRO CALLES.

Durante bastantes años nuestro ansiado veraneo en Ribadeo tenía un gran aliciente. Para muchos de nosotros. En determinadas noches de agosto, acudíamos después de la cena al centro del pueblo. Al acercarnos, se escuchaba ya la música de guitarras, laudes y bandurrias. Un corro de gente se iba ensanchando, taponando la calle. Nos uníamos, buscando algún hueco. Y las notas de la música se acoplaban con las voces de la rondalla. ...No de cualquier rondalla. Era la del verano, la de todos los veranos. Recorríamos sus rostros, mientras cantaban. Si, allí estaban ellos y ellas, los mismos. Un silencio profundo hacía sitio a sus canciones. Habaneras de siempre y canciones eternas de Ribadeo. Canciones que hablaban de mar y de navíos, de amores y de marcha a tierras lejanas, de regresos.

Allí se daba vida y continuidad a una tradición secular del pueblo. Bien aficionado a las rondallas y al cantar. Aquí y allá...y en algunos bares. Después, caminábamos todos, tras ellos, calle abajo, hacia Porcillán. Y en la Fuente de los Cuatro Caños, un alto prolongado, lleno de vida, en la quietud de la noche. A veces luna llena y estrellas en lo alto para hacer más romántico el momento. Todos cantábamos, en voz alta o para adentro. Otras, la neblina cubría el cielo que lloraba gotitas de orballo. Me quedo con esas canciones en esa fuente, tan querida para muchos de nosotros. Hermosa en su sencillez. Guardo en mis recuerdos el "Yo quiero ser marinero" o el "Yo te diré" y el sonido emotivo de las guitarras, los laúdes, los violines de aquella Rondalla que un mal día se nos fue. ¡Qué pena!
RECORDANDO (2): UN DÍA EN EL EMMA CUERVO

Era niño de trece años. Agosto llenaba ya las calles del pueblo. Ese domingo se jugaba un nuevo Emma Cuervo. Y como los anteriores, de postín. Iban a jugar el Sevilla y el Valladolid, ambos de primera división. Un ambiente alegre y bullicioso se respiraba por las Cuatro Calles y San Roque, por el Cantón y el Mediante, repletos de parroquianos. Con mi padre, después de la comida, un tanto acelerado por los nervios, fuimos al bar de Agapito. En una mesa de fuera, él y sus amigos comentaban sobre el día festivo y el partido. Yo no podía contener mi emoción. Enseguida, iniciamos la marcha hacia el estadio en medio de una riada de gente. Pasamos por delante de la iglesia parroquial y caminamos lentamente por la carretera. Se oía el vocerío de multitud de hombres y bastantes mujeres. Venían de todos los pueblos de Asturias y Galicia próximos. Y se unían a todo Ribadeo y muchos veraneantes.

Una vez en el campo -mi padre había sacado las entradas días antes- me ubiqué como tantos niños en la localidad de esa denominación "Niños". Sentados en la hierba, a escasa distancia de la raya lateral del campo, en la zona de general. No recuerdo si ya había la "balaustrada". Creo que estuve con algún amigo. Partido vibrante. Entonces los equipos se partían el pecho para llevarse el bonito y valioso trofeo. El Emma Cuervo ya tenía fama y prestigio. Y los equipos alineaban a todas sus figuras. Recuerdo a Campanal, aquel extraordinario defensa sevillano. Pero ganó el Valladolid, a fuerza de empuje y coraje. Creo que por 3 a 2. Al final, mi entusiasmo se unió a toda la multitud en la entrega de la copa. Y regresamos a casa. Como nosotros vivíamos en el Jardín, lo hicimos caminando a través de senderos entre las huertas y, después, atravesando bajo aquellos inmensos árboles, llegamos a casa. Recuerdo ese día como uno de los más felices de aquella época. Y es que, aquellos Emma Cuervo de los cincuenta llegaban para anidar en nuestros recuerdos.


RECORDANDO (1): JUGANDO POR EL CAMPO LOS DOMINGOS.

Las mañanas de los domingos eran una fiesta y una delicia para los niños de mi generación. Pasadas ya las jornadas de clases, colegios y recreos, nos liberábamos y a correr. Y corríamos con presteza al Campo de San Francisco, entre el Palco de la Música y la Iglesia Parroquial. Allí, en una amplia zona de tierra, estaba nuestro territorio común o comanche, según se mire. Los niños se contaban por decenas. Y siguiendo un cícl...ico calendario, no escrito en ningún sitio, aparecían unos u otros juegos. La peonza, las canicas y el gua, el pinchín, el aro... eran la diversión habitual. Y por medio mil discusiones, acaloradas, sobre sus incidencias y las incontenidas pasiones infantiles. Y nunca faltaba un balón para pelotear junto a la pared de la iglesia o correr al Cantón. Este era el sitio ideal para jugar un partido, pero chocábamos con frecuencia con que las niñas patinaban en grupos o daban vueltas y vueltas con sus bicicletas. Pero convivíamos sin más problemas.

Uno de los juegos que nos hacía pasar buenos ratos era el de "a melás". Un chaval se ponía junto a una pared, y varios se colocaban agachados, en fila, pegados unos a otros, con las manos sobre su cintura o su trasero. Eran los desgraciados que pandaban. Luego, los restantes chiquillos, cogían carrera hacia aquellos, saltaban lo más que podían y se dejaban caer encima. Así, uno tras otro, aumentando el peso sobre los agachados. Y ahí venía lo peor o lo mejor, según la situación de cada cual. Venían las malas mañas. Caer encima de ellos con fuerza, golpear al caer, empujar a los delante para desequilibrar la masa y, finalmente, al ceder alguno de los que pandaban, lograr el derribo y caída colectiva al suelo. Y así, entre risas y algún quejido, se volvía a empezar. Y con todo esto iba pasando feliz la mañana de los niños, hasta que uno tras otro se iba marchando a su casa o alguien proponía un plan mejor gritando. "vamos a coger grillos" , "vamos al muelle", "vamos a los Hermanos" o cualquier otra diversión alternativa. Esa era la feliz vida infantil en aquellos domingos de juegos en el Campo.


sábado, 3 de septiembre de 2016

ANOCHECIENDO

¿Qué tiene la noche que la hace tan voluble? Unas veces bella y hermosa; otras fea y poco arreglada. Tan variable en su aspecto, en su vestimenta. Me suelen gustar las noches, pero no todas. Hay unas de luna y estrellas a puñados que emboban, que prenden los ojos allá arriba. Y nos quedamos así, intentando abarcarlas todas. Otras, en cambio, oscuras, con las nubes ocultando el rostro de nácar de la luna, caprichosa ella, que no quiere salir en esas ocasiones a lucir sus galas. Están esas otras en las que las luces de un muelle o las urbanas caen sobre las aguas y las pintan de amarillos, rojos, verdes. Y luego, esas  de invierno duro. En las que el viento golpea la fachada de las casas y sus ventanas llamando con fuerza. O bramando y soltando chaparrones, cuando no un arsenal de rayos y truenos. Las noches, así de caprichosas.

  Anocheciendo en las rúas

Los anocheceres, en cambio, me suelen entusiasmar siempre. Es cuestión de sensibilidad. De caminar por la vida con los ojos bien abiertos. Por ejemplo, el de la foto adjunta. Cuando las luces de las farolas soban y limpian las calles, tiñéndolas de tonos amarillos y blancos. Y nos vamos retirando a nuestros hogares, dejando las calles solitarias para que gocen ellas. Recuerdo anocheceres... muchos. Incontables. Los del Mediterráneo levantino, con una luna inmensa, amarilla, saliendo de entre las aguas. O los de mi ciudad coruñesa, desde el Paseo Marítimo, mirando a lo lejos como el sol agoniza y suelta ríos rojizos. O los del Faro de Ribadeo, desde el banco solitario, perdiendo la vista en el horizonte grisáceo. Tantos anocheceres que suscitan sentimientos de admiración o de recuerdos; de alegrías o de tristezas; de agradecimiento profundo al Creador por su hermosura,