sábado, 3 de septiembre de 2016

ANOCHECIENDO

¿Qué tiene la noche que la hace tan voluble? Unas veces bella y hermosa; otras fea y poco arreglada. Tan variable en su aspecto, en su vestimenta. Me suelen gustar las noches, pero no todas. Hay unas de luna y estrellas a puñados que emboban, que prenden los ojos allá arriba. Y nos quedamos así, intentando abarcarlas todas. Otras, en cambio, oscuras, con las nubes ocultando el rostro de nácar de la luna, caprichosa ella, que no quiere salir en esas ocasiones a lucir sus galas. Están esas otras en las que las luces de un muelle o las urbanas caen sobre las aguas y las pintan de amarillos, rojos, verdes. Y luego, esas  de invierno duro. En las que el viento golpea la fachada de las casas y sus ventanas llamando con fuerza. O bramando y soltando chaparrones, cuando no un arsenal de rayos y truenos. Las noches, así de caprichosas.

  Anocheciendo en las rúas

Los anocheceres, en cambio, me suelen entusiasmar siempre. Es cuestión de sensibilidad. De caminar por la vida con los ojos bien abiertos. Por ejemplo, el de la foto adjunta. Cuando las luces de las farolas soban y limpian las calles, tiñéndolas de tonos amarillos y blancos. Y nos vamos retirando a nuestros hogares, dejando las calles solitarias para que gocen ellas. Recuerdo anocheceres... muchos. Incontables. Los del Mediterráneo levantino, con una luna inmensa, amarilla, saliendo de entre las aguas. O los de mi ciudad coruñesa, desde el Paseo Marítimo, mirando a lo lejos como el sol agoniza y suelta ríos rojizos. O los del Faro de Ribadeo, desde el banco solitario, perdiendo la vista en el horizonte grisáceo. Tantos anocheceres que suscitan sentimientos de admiración o de recuerdos; de alegrías o de tristezas; de agradecimiento profundo al Creador por su hermosura, 

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