SEVILLA
Y LA MACARENA
Conocí Sevilla hace casi 25
años. Invitado a dar un curso de formación de auditores por los economistas
sevillanos. Y bajo su inmenso sol y sus cielos límpidos, me enamoré de ella
para siempre. La alegría de sus gentes, su vitalidad y la excelente acogida de unos
buenos amigos y colegas, lo propició. Después, fueron muchas las ocasiones en las
que he vuelto a esa ciudad amada y en la que, posiblemente, resucitan siempre
mis vetas meridionales más profundas. Y siempre, al recorrer sus calles a la
sombra de los naranjos y palmeras, al caminar entre bares y tascas, impregnadas
del olorcillo de la variedad de tapas y frituras, mi ánimo se expande. Sevilla
tiene alma que vibra y duende que engancha.
Todo es brillo y color en
Sevilla. Y poesía. La que viene a los labios a poco que te metas en ambiente. Y
la que salta a borbotones en la voz y la guitarra en multitud de rincones en
los que late el flamenco. Me quedo con La
Anselma en el corazón de Triana. En el que la gente se arremolina para captar
mejor las voces y la letra de las coplas. Sevilla es inacabable al recorrerla a
pie, calle a calle. No sé qué te engancha más, si la Torre del Oro o los Reales
Alcázares, el parque de María Luisa o la Plaza de España, la coqueta Plaza de
Toros, la Catedral...la Giralda. Debo a mis amigos sevillanos varios recorridos
en coches de caballo en compañía de algunos colegas. Me hicieron recordar aquel
primero que, siendo niño, hice con mis padres en Málaga camino de Galicia desde
tierras del Protectorado norteafricano.
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